Por Alex Alejandro
Nos encontramos media hora después de la hora
acordada, tiempo productivo para conocer el detalle de los platos de una
pollería-chifa-cevichería, el nombre de algunas calles y el color de algunas
casas que podría servir como referencia posterior. Llegó con una sonrisa roja e
interminable, una blusa negra ceñida con un escote coqueto, una falda larga y
unos zapatos que no parecían zapatos, y cuyo nombre no reconozco.
Partimos al centro de Lima, como si estuviésemos
entrando al laberinto del minotauro. Bajamos de una combi asesina cuyo
conductor seguramente era fan de meteoro. Nos recibió la ciudad como a todos
los que la amamos, ignorándonos completamente. Después de esquivar a cientos de
personas en el puente santa rosa llegamos al terreno bautizado con el nombre de
nuestra Chabuca Granda. Caminamos por el jirón camaná para perdernos en el color
indescifrable de la noche, y poder apreciar las sombras de las edificaciones
coloniales y sus hermosos faroles oxidados por el tiempo y la soledad. Éramos
ella y yo, dos ciudadanos de una ciudad invisible, hermanos de una madre
desconocida, paisanos de paisajes solamente soñados, amigos de un silencio
conocido. Pasamos por la estatua de Vallejo que está frente del teatro segura,
donde dejamos un poco de melancolía y nos llevamos un poco de palabras.
Mientras intercambiamos ideas en fonemas, y percepciones
del tiempo y sus vestidos, hicimos un tour inesperado por los locales que el
centro de Lima alberga como a hijos bohemios que siempre son necesarios en cada
familia. Después de pasar por la plaza del libertador San Martín, decidimos
cosechar el tiempo pasado en una mesa del bar garabateado de poesía setentera,
llamado queirolo.
A ritmo de vals criollos que dos trovadores nos
recitaban, las palabras fueron cobrando más sentido, uno mayor que el que
otorga la RAE. Compartimos la historia de nuestras batallas pasadas, como dos
guerreros que habiendo conocido la derrota siguen adelante porque como dice
rocky balboa, lo importante no es cuan fuerte golpees, sino cuan fuerte la vida
te golpea y sigues avanzando. Ella me dice que cree que no vivió lo suficiente,
que aún le falta mucho por conocer, que su Ítaca aún está muy lejos, que la historia
no fue justa… entonces, como Zorba dijo alguna vez, creo que te falta un poco
de locura para poder ser feliz. Me gusta escucharla, creo que los sentimientos
que brindan la amistad, la familia, la pareja… tienen un modo en común de
establecerse. Genera tu dosis de locura, le dije, viaja por el mundo le dije,
conoce islas y perfumes le dije, camina diferente le dije, aunque su forma de
caminar me parece perfecta, creo que todas las personas debieran tener una
forma de caminar individual y no una colectiva, una forma perfectamente
singular. Voy a escribir esto le dije, espero lo recuerdes.
Entre la cantidad de confesiones, una en particular
me dejó sobrecogido, el deseo de ella de poder inspirar a alguien un poema,
pero todas las personas inspiramos de alguna manera poesía le dije. Además,
algunos escribimos poemas pero nos da cierta vergüenza mostrarlos. Es como
desnudarnos, en un poema uno se desnuda de mil maneras. Por otro lado, no le
creí del todo porque toda mujer, y más en especial como es el caso de ella, si
es agradable, sensible, trasparente y simpática, son capaces de producir en un
poeta joven una cantidad de volumen de poesía comparable a toda la producida
literaria del siglo XX.
Salimos del bar, y la noche aún estaba ahí,
albergándonos bajo la luz de las estrellas que seguramente ya no existen, y
seguimos el camino de los verdaderos caminantes: ninguno. Y grité su nombre en
plena calle quilca para que el sonido viajara entre la arquitectura de estas
calles que a ella tanto le gusta, y que tantos recuerdo de niñez le guarda. Me
paré en un pequeño peldaño y le dije, quiero recitarte un poema, y las palabras
se fueron soltando y viajaban como aves negras cuyas formas increíbles
perpetraban el tiempo y la soledad. El breve recital fue una liturgia
interminable que seguramente hoy continúa a pesar que para el tiempo es pasado.
La sonrisa de Ella llenó de aplausos mi intervención, y la ciudad parecía
moverse como un carrusel y miles de jinetes nos acompañaban.
Terminamos en otro bar, con un pisco sour cada
quien, y creo que nos dimos fuerzas para seguir armando este rompecabezas que
la vida nos obsequia. Le conté de Yoster, de su interminable espíritu
quijotesco, de su sonrisa de papel y de su muerte anunciada. Algunas lágrimas
me traicionaron como traiciona el corazón; inesperada y dolorosamente. La noche
nos cobijó como dos niños que no se conocen pero creen en el viejo y olvidado
instinto del cuerpo humano.
Salimos y la noche todavía seguía ahí, subimos a un
taxi y ella bajó primero y nos despedimos como dos vagabundos que vieron juntos
un atardecer de verano, donde los colores se mezclan para producir inéditos
colores sin nombre. Ella, cuyo nombre me es extraño y hermoso, hizo de esta
noche, un relato que me tocó escribir.