Quilca es un pequeño Macondo

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"El arte es sobre todo un estado del alma."
Marc Chagall

Quilca es como un pequeño Macondo, y en su llanura de pueblo fantasma se desencadenan historias que terminan en libros o en canciones. Quilca es un jardín marginal de la imaginación de una sociedad que está acostumbrada a insultar a sus artistas para luego veneradlos póstumamente. Quilca es también un pequeño Comala y sus habitantes son muertos que intentan filosofar sobre la vida eterna.

Los lugares comunes y sus encantos

Quillca reúne en su seno los espacios menos comunes y más frecuentes, cada uno con sus propios encantos y desencantos, y por su puesto, sus propios personajes. Don Lucho o La Rockola (Esto va para ti Ciro, por no hacerme roche...), el queirolo, el centro cultural el Averno y boulevard de la cultura (Entre otros), donde más de una vez cometí el delito antidelito de comprar libros piratas.
Consumir droga en Quilca es como tomarse una coca cola bien helada en pleno día de verano. Es que casi todos los que pasan por estos espacios tienen un antecedente verde o blanco. Hace algunos años (recién chibolo) un amigo periodista del comercio me pidió que le acompañe a comprar algo, así que tomamos un taxi y nos fuimos a la espalda del congreso y fue entonces que se hizo mi primera compra de cocaína. Con el tiempo pude desarrollar la costumbre de ver la compra y el consumo, de la misma manera como puedo ver que alguien compre un helado Donofrio en una tarde cualquiera. Y no es falta de conciencia o moral, solo pienso mas o menos como el buen Abraham Lincoln, que la gente que no tiene vicios, tiene muy pocas virtudes.

La cultura del Perú parece estar depositada en algunas cuadras sucias del centro de Lima, y ser protegida por ladrones, prostitutas y proveedores de químicos ilegales. En Quilca se siente la bohemia de los escritores desconocidos que esperan algún día ganar el Nóbel de literatura, y en esos mismos sueños, vemos músicos y demás artistas, que se juntan en una mesa para discutir de cosas trascendentes como intrascendentes.

En estas calles sabemos qué cosas podemos encontrar y que cosas no. Los vendedores de discos detrás de su apariencia de pank tercermundistas, pueden dar a uno toda una cátedra de musicología o de teoría musical. Así que a los amantes de la buena música bienvenidos al paraíso (a un costado del averno), y a los que no pasan del reggaeton por favor nunca vengan a este lugar (lo digo por salud pública).


Los turistas y los que dejamos de serlo

Miles de turistas vienen cada año a conocer y tomarle fotos a nuestra Lima colonial; mientras nosotros solo pasamos, ignorando la belleza que se guarda y que aflora en toda su arquitectura. Quizás para nosotros la belleza de Lima nos es tan natural que ya hemos dejado de verla bella.

Los turistas pasan ignorando la existencia de Quilca, y se pierden del encanto de sus paredes pintadas, de sus veredas sucias por el alcohol, y sobre todo se pierden de la vida bohemia que antes Valdelomar desarrollaba en el palace concert, y que ahora se encuentra en estas calles coloniales y olvidadas por los hombres comunes y por el tiempo.

Quien busca la belleza en la verdad es un pensador, y quien busca la verdad en la belleza es un artista. Nos decía el poeta puertorriqueño José de Diego. Y sin temor a equivocarme, los hombres que habitan en este pequeño Macondo o Comala, de alguna forma u otra, buscan la verdad en la belleza que no está en la vida.

Los personajes

Las personas más cultos que he conocido los encontré en Quilca, y no es que todos tengan maestrías y doctorados; por lo contrarío, su sabiduría viene por ser lectores empedernidos y por una sensibilidad más desarrollada de la normal. Me hubiese gustado estudiar con gente como esa, pero mi suerte de vida universitaria de chibolo de dieciséis años fue encontrarme (en un 80%) con compañeros y profesores mediocres, hombres tristes y estúpidos sin más criterio que lo construido por nuestra sociedad aún más estúpida y caduca.

Recuerdo haberme sentado con muchas personas en Quilca: periodistas, poetas, músicos, dramaturgos, pintores, o simples bohemios. Hablar de ellos, seria comprometerlos en asuntos un poco complejos, pero será para otra ocasión.

En la mesa de siempre

A mis amigos, por las incontables e invalorables horas de chupeta (y algo más) en quilca, por los libros comprados, por los recitales de poesía que compartimos, por los asaltos, por los malos hábitos y por los buenos, por vivir conmigo una vida loca en el buen y mal sentido de la palabra. A todos ellos, yo los voy a seguir esperando en la mesa de Ciro de siempre; ahora claro, más sobrio o más solapa. Ya han pasado los años pues, así que provecho ustedes nomás.

Dicen que la cultural es un proceso de domesticación que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad, y en ese marco, Quilca nace como una anticultura vanguardista que con el tiempo, será nuestra cultura actual o parte importante de ella. Hoy nos marginan, mañana nos leerán en libros y enciclopedias. Dejarán de llamarnos borrachos y nos dirán bohemios, intelectuales o artistas.

Olvidé la felicidad en una bolsita de plástico transparente

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Yo nunca aprendí a jugar trompo en mi vida; sin embargo de niño tenía una habilidad que nadie supo de que se trataba. Era algo así como una habilidad autodestructiva. Un vicio secreto y bochornoso, una debilidad de la mente y una habilidad de las manos: los yases.

El principio del fin

Después de ser rezagado de los juegos de fútbol por la sencilla razón de ser el mas malo en patear una pelota en la vida de mis amigos, me vi en el dilema de estar viendo como jugaban desde las tribunas o desde el quiosco de golosinas. Fue ahí, cuando a un costado de las canchas de fútbol pude ver por primera el juego mas fascinante que nunca había conocido: los yases.

Jean Paul Sartre decía que la Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace. Entonces dejé de intentar hacer lo que quería y me puse a querer lo que hacía; pero ese hacer fue clandestino y casi marginal. Era una felicidad a solas, quizás como las felicidades más bellas.

El principio del juego de yases lo aprendí sapeando a mis amigas. Entendí de sus movimientos, del arte de mover las manos, de la geometría y de las líneas que pueden formar los yases una vez en el suelo. Entendí todo: pero nunca tuve el valor necesario para pedir ser parte de su juego. Pues por una lado estaban mis amigos, quienes me dirían los sinónimos más insólitos de la palabra maricón. Por otro, qué dirían mis padres, me llevarían al sacerdote y después al psicólogo. Y por otro lado, estaba la reputación reputa de mis hermanos mayores como los gileritos del colegio en secundaria. Ni imaginarlo, me dirían maricón de por vida.

La primera compra

Yo quería jugar yases, estaba cansado y frustrado de solo hacerlo en mi imaginación. Me sentía como si el mejor jugador de fútbol estuviese muchos años en la cárcel pensando e imaginando la jugada perfecta. Yo ya no podía mas. Era una decisión tomada, y por final más trágico, sus consecuencia iban hacer asumidas.

Un día lunes de otoño, salí del colegio y tomé un carro cualquiera y me bajé en el distrito más alejado que conocía. Ya en territorio desconocido me puse a buscar el mercado más cercano y al vendedor más distraído. Todo esto, mientras iba pensando en el pretexto más real para que el vendedor crea que la compra no era para mí.

Ya una vez frente al vendedor, puse mi cara más amarga y le dije que me vendiera yases para mi hermana (que no tenía) pues había botado a la basura los suyos. El vendedor extrañado por la explicación me dijo “escoge”. Entonces, la frustración de la sobre actuación de escoger cualquiera de los yases y escoger los más bonitos, hizo en mi un pequeño pero poderoso corto circuito que fue apagado por la madre de Antonio, una señora muy linda que era presidenta de la APAFA (Asociación de Padres de Familia) de mi colegio y que se conocía con mi padre. Diciéndome con una mirada de tía chismosa ”que haces alejandrito”. Yo solo atiné a decirle que le estaba comprando yases a mi prima marita. Entonces escogí de pocotón y la pelotita más cercana. Le pagué al tipo y me fui corriendo hacía ningún lado.

La felicidad como juego

Julio Cortázar escribió que la felicidad no es más que uno de los juegos de la ilusión. Mi felicidad en esos momentos no era ilusión sino tan real como las leyes físicas. Mi felicidad era intocable y solo mía. Mi felicidad de chibolo de ocho años, era tan perfecta como el juego de los yases.

Por obvias razones, y desde que adquirí con mentiras mis primeros yases, el lugar de juego para mi fue el baño. Me pasaba horas con la mano en el suelo jugando conmigo mismo, o como diría el viejo político francés del Renacimiento, Michel Eyquem de Montaigne, realizaba mis más serias actividades.

Nadie nunca supo lo bueno que era para jugar los yases. Yo nunca participé en las competencias de yases de mi colegio. Nadie me vio jugar y admirar mis técnicas más insólitas. Nadie estuvo conmigo en los momentos que más quería. Mi felicidad en resumen era un juego solitario, y con el tiempo, me cansé de ser el niño mas feliz del mundo.

Olvidé los yases como al oso de peluche que dormía conmigo. Olvidé lo que quería como un hombre olvida la existencia. Olvidé la felicidad en una bolsita de plástico transparente debajo de mi lado del camarote.

La vida no es color de rosa

El machismo como fenómeno social es extraño. Nunca le había dado tanta importancia hasta que descubrí que estaba arruinando mi vida. El machismo en todas sus dimensiones me parece mierda.

Los hombres olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias, nos dice John Locke; pero yo solo quería jugar yases, y no entendía de esas huevadas.